Amar aunque duela.

Amar y respirar. Amar hasta llorar. Amar y adormecer. Amar y adolecer. Perder, sufrir, y amar de todos modos, sintiendo horror. Amor, sueño atroz... ¿Ocultarnos? ¿O huir de los muros de su cárcel? Amar sentenciado. Amar sintiéndose maldito. Amor corrompido por el tiempo. Amor que no soporta la ausencia. Amor que está a la intemperie.

Intempestiva, deliberada, inquisitivamente... ¿es posible interrogar al amor? ¿Interrogarlo sin ese gesto de pavor que articula el intelecto desafiado a ver más allá de la mera sublimación y el preconcepto? ¿Es posible bucear, explorar la memoria milagrosa y austera del inconsciente colectivo, cuestionar al amor como icono, presupuesto, prolegómenos o argumento conceptual, ancestralmente enquistado en nuestro herido sistema de creencias? ¿Podemos cuestionar el amor sin provocar (aunque más no sea en el plano hipotético -perverso plano que indefectiblemente precede a los cambios de perspectiva-) el desmoronamiento de una cierta idea de la familia, de una cierta idea del sexo, de una cierta idea del deseo, de una cierta idea de ver la vida o de concebir la divinidad?

¿Puede abrirse esta “caja de Pandora” -morral de miedos, prejuicios y engañosos amuletos- sin convocar a todos los demonios que hereditaria y culturalmente encadenamos dentro? ¿Romperse el pesado cristal que divide el significado del significante, el objeto del concepto?
Nietzsche arrojó su piedra: “Amamos la vida, no porque estemos acostumbrados a ella, sino porque estamos acostumbrados al amor.”

¿A qué tipo de amor estamos acostumbrados? ¿A la extraña fatalidad de amar, sin remedio, como si estuviéramos mitológicamente condenados a hacerlo? De ser así la condición, el destino de Eros ¿procede indefectiblemente de su herencia maldita de magia, sofía - pobreza y muerte? ¿Somos consecuentemente un legado de Poros y Penía, progenitores ambos de ese ser mitológico, ni mortal ni inmortal, que en el mismo día unas veces florece y vive, y en otras muere y renace? ¿Somos vida y muerte? ¿Ave fénix?

¿Amamos verdaderamente de diferente modo, con diferente intensidad y con diferentes cantidades? ¿Amamos verdaderamente? ¿Amamos? ¿O sólo se trata de esa forma tibia del amor, de contenido posesivo y egoísta, de esa forma enmascarada, que tiene que ver a secas con el miedo de quedarse a solas con el mundo? ¿Es el amor como nosotros, hecho a nuestra imagen, semejanza, medida de necesidad y seguridad, que desea convertirse en otra cosa, en aquellas que precisamente hubiera podido ser y no ha sido? ¿Es esto el amor -amor al que estamos “simplemente acostumbrados” y moralmente de acuerdo, mera esclavitud del hábito- o de lo contrario, no existe?

¿Cabe la opción de que hayamos elegido este modo de mostrarlo, de concebirlo, de creerlo, de pensarlo y trasmitirlo, como tópico, modo y medio de justificación, sustento emocional o salvoconducto de la vida y de todas las preguntas sin respuesta? De ser así, ¿existen aún otras posibilidades y no sólo “un perfecto y consensuado ángulo”, otros puntos de vista posibles desde donde confrontarlo y experimentarlo?

Cualquier relación a la presencia siempre tiene lugar sobre un fondo de ausencia, sobre un fondo invisible, de lo que no se ve, lo que no se ha dicho, lo que no se ha imaginado. Hay, por cierto, siempre un poco de locura en el amor, más también hay siempre un poco de razón en la locura, ¿es eso bueno, malo, bueno y malo, o nada de ambos?

¿O es que tal vez, el amor, a fin de cuentas, planteos y censuras, tan sólo sea una cosa y la palabra amor, otra, y estemos acostumbrados ciegamente más a la parafernalia de la última que a la experimentación consciente y sensible del primero? Quizás ¿esté ahí la clave…?